miércoles, 18 de enero de 2012

Sender, allende el meridiano





Reproduzco a continuación un artículo sobre Ramón J. Sender publicado en Literaturas.com con motivo de su centenario, en 2001. Me había olvidado de haberlo escrito, y no hace mucho me volví a topar con él y me pareció que era buena idea recuperarlo aquí. Ahora que se habla del olvido (injusto, pese a sus peculiaridades de carácter) en que ha caído Cela, o se celebra la recuperación de Chaves Nogales del (también injusto) descuido en que cayó su obra ejemplar (no os perdáis La defensa de Madrid, recién rescatada por Renacimiento), bien está renovar la llamada a seguir leyendo a ese otro gran escritor español del siglo XX que es Ramón J. Sender.

Lo que abre la entrada es una imagen simbólica, tomada en el término municipal de Bujaraloz, Zaragoza (editado: gracias por la precisión a elchicodelaconsuelo), no muy lejos del pueblo natal del autor. Es el monumento al meridiano de Greenwich construido sobre la AP-2. La foto está tomada al paso y de noche con el iPhone, disculpad la calidad. Pero creo que simboliza bien esa raya (en este caso la que hay entre siglos) tras la que a veces desaparecen inmerecidamente las personas.

Y ahora sí, el artículo:



Sender, el hombre sin máscara





Ramón J. Sender, que no era ningún retórico, solía distinguir entre hombría y personalidad. Prefería la primera palabra para designar la cualidad humana de cada persona. La segunda, invocando su origen etimológico, la consideraba sinónimo de “máscara”: el aspecto que se adopta para despistar a los demás acerca de lo que uno verdaderamente es. Al final de su vida, afirmaba que el único privilegio de que había gozado había sido carecer de máscara.

No vamos, a estas alturas, a entrar en tópicos regionales. Pero es verdad que esa franqueza y esa derechura que caracterizaban a Sender se compadecen bien con el carácter desde antiguo atribuido a los aragoneses. Él era un aragonés del norte, de Huesca, e hizo profesión de ello durante toda su vida, aunque gran parte de ésta, por elegir en la Guerra Civil el único bando posible desde sus convicciones, el de los perdedores, transcurrió en tierras lejanas, al otro lado del Atlántico.

Quizá por ir siempre de frente, Sender no ha tenido, a mi juicio la gloria literaria que merece. En este solar de las letras hispanas (y puede que en otros) se suele preferir al literato esquinado, oblicuo, zigzagueante. No gozan de especial predicamento ni prestigio los narradores naturales, briosos y sin ambages como lo era Sender. Es más: su falta de meandros es interpretada como simpleza, en un notorio ejercicio del delito que con ello se quiere imputar.

Hace en este 2001 cien años del nacimiento de Sender. Y es buen momento, tan bueno como cualquier otro, para recordar su legado. Se está haciendo, en lugares diversos, y sobre todo en su Aragón natal. Pero no sé por qué queda de todas estas celebraciones el regustillo de que se dedican a un escritor regional, de menor cuantía, cuando a mi juicio Sender, con sus altibajos y defectos (quién no los tiene, Cervantes incluido) es uno de los pocos novelistas universales que ha dado España en el siglo XX (si es que dio varios...).

Sender escribió muchísimo. Demasiado, si es que existe el derecho de ponerle puertas al campo de la invención de un hombre. Algunos de sus libros son ostensiblemente prescindibles, aunque no diría que ninguno (por lo menos ninguno de los que yo he leído) resulte indigno: logro que no todos los buenos escritores consiguen cumplir. Ahora bien, este hombre sin máscara, como él se definía, consiguió (y no es justo que se olvide y debería impedirse que se olvidara) alumbrar un buen número de grandes novelas, portadoras no sólo de magníficas historias y espléndidos personajes, sino también dotadas de una fuerza literaria tan desbordante como original y escasa en el panorama literario español que le fue contemporáneo.




Permítaseme destacar entre todas ellas una por la que siento una debilidad especial: Imán. Fue la primera que publicó (aunque no la primera que escribió, venía sanamente precedida de otros bosquejos novelescos juveniles) y en ella describió con eficacia y altura poética difícilmente alcanzables uno de los mundos atroces que le tocó conocer: el de la guerra de Marruecos, aquella penosa y polvorienta aventura colonial de los españoles en el áspero norte de África. Sender, en este libro, no sólo consiguió retratar la realidad vivida, sino que la transfiguró en un texto literario que hace trascender la historia hacia cualquier tiempo y cualquier país donde haya hombres. Si me preguntan por la mejor novela española del siglo XX (ya sé que es una competición improcedente, pero puede organizarse como juego y a menudo se organiza), no tengo duda: elijo ésta. Es la única en la que convive una historia tan intensa, unos personajes tan poderosos y simbólicos y una técnica narrativa tan brillante como para no sentir vergüenza de que por aquellas mismas décadas en otros países hubiera escritores como Proust, Kafka o Musil.

Pero Sender no se quedó aquí. Fue simplemente el comienzo. Después seguirían obras como Mr. Witt en el Cantón, con la que obtuvo en 1935 un merecido Premio Nacional de Literatura, oRéquiem por un campesino español, uno de los más concisos y hermosos trasuntos literarios de nuestra lóbrega Guerra Civil. También pueden citarse El rey y la reina, Las criaturas saturnianas, El verdugo afable. Singularmente valiosa es su recuperación novelesca de episodios de la historia española, emprendida, según el autor, como medio de paliar la nostalgia que sentía de la patria en el exilio. Son muchas las novelas, todas bien documentadas y algunas de tan excelente factura como Carolus rex, Tupac Amaru, Bizancio o La aventura equinoccial de Lope de Aguirre.

Hay que destacar, en un simple repaso de estos títulos, el buen olfato de cazador de historias de Sender. De la masa de episodios de la historia española, selecciona los más fascinantes: la patética peripecia vital de Carlos II el Hechizado, la rebelión de un indígena en la América colonial del XVIII, la epopeya de los almogávares aragoneses y catalanes en Oriente o el loco delirio del conquistador que se sublevó contra Felipe II. Cuando murió, en 1982, estaba preparando una novela sobre otro episodio cargado de intención: el viaje del catalán Domingo Badía, que disfrazado de sirio y bajo el nombre de Alí Bey penetró a comienzos del siglo XIX en el impenetrable imperio de Marruecos y llegó hasta La Meca.

Quedan más títulos estupendos, de esos que convierten en momento pleno y feliz una tarde de lectura. No voy a citarlos todos. Sólo añadiré uno: el ciclo de novelas autobiográficas recogido bajo la rúbrica Crónica del alba. Seré sincero: no todas sus partes me parecen igual de valiosas, y es posible que su vigor y su riqueza vayan decayendo a medida que se avanza de la primera a la novena y última. Pero la primera mitad de la obra es soberbia: además de constituir un prodigioso retrato de una época y de algunos lugares perdidos, proporciona al lector, durante trechos larguísimos, esa sensación tan extraña y deliciosa de estar escuchando la voz de un amigo, de alguien con quien se tiene confianza y a quien uno desearía no dejar de escuchar nunca. En su sencilla belleza (y por sencilla, tan sabiamente elaborada por el hombre mayor y el escritor maduro que Sender era cuando la escribió), es un relato de los que dejan huella en quienes los leen.

Supongo que estas líneas, como todos los demás actos y celebraciones, serán inútiles. Que Sender, acabado su centenario, se irá hundiendo poco a poco en el olvido, mientras algún que otro bufón ruidoso sigue ocupando gran espacio. No importa, y a él tampoco le importaría. Sender sabía que somos efímeros y frágiles, que tal es nuestra condición y lo más sensato, conformarse a ella. Pero mientras dure la vida de este lector, y la de algunos otros, Sender seguirá vivo en nuestro corazón y en nuestra biblioteca. Ésa es la mejor inmortalidad (y la única cierta) que le cabe alcanzar a un escritor.


Abrazos.

sábado, 14 de enero de 2012

La bici. La playa.






Hay unos cuantos motivos por los que, habiendo nacido en Madrid y teniendo allí mi base, me gusta pasar todo el tiempo que puedo en la que ahora es mi segunda tierra, Barcelona. O más en concreto, Viladecans, en el Baix Llobregat. Dos motivos importantes son los que muestra la foto que abre esta entrada. Hoy, 14 de enero de 2012, la nieve y el frío azotan casi toda España. Pero a mediodía, después de escribir durante toda la mañana, yo me he cogido mi bici y me he ido a mi playa, donde me ha recibido el sol y la luz que podéis ver en la imagen. Son siete kilómetros de ida y siete de vuelta. La recompensa es encontrarse con ese horizonte limpio y solitario (ventajas del invierno) y el placer que se siente tras el esfuerzo físico hecho a gusto. Y envolviéndolo todo, una impagable sensación de libertad.

Hoy es sábado, pero cuando cojo la bici a mediodía un día laborable y me voy a contemplar solo mi playa me acuerdo de todos los antiguos compañeros. Los que siguen en las minas de sal, como lo llamábamos mi buen amigo José Ignacio y yo, en homenaje a cierto pasaje de Barton Fink que recordarán los cinéfilos. Los que en ese momento andan almorzando en algún restaurante de Azca, igual me da si de los buenos o de menú, encorbatados y sometidos a la presión de los objetivos, los informes, los deadlines. Nunca olvidaré que fui uno de ellos, durante trece largos años. Ni lo que me ayudó y me enseñó compartir con ellos fatigas.

No es que ahora esté exento de objetivos o deadlines: sigo siendo un simple trabajador. Pero ahora soy yo quien me los marco. A cambio, vivo a la intemperie, lo que también tiene sus desventajas, para qué nos vamos a engañar. Sin embargo, cuando en mi bici llego hasta el lugar de la foto, y en otros muchos momentos, que tienen que ver con los destinatarios de este blog, sé que hice lo correcto. Porque sin dejar de ser lo que he sido, puedo ser lo que siempre fui.

Ah, hay otro motivo para esta entrada. En esa playa sucede un momento de la próxima novela de Bevilacqua. No lo he escrito aún (no he llegado a esa altura de la historia), pero ya está en mi cabeza y cada día que voy allí se dibuja con más nitidez.

Abrazos.