Me doy cuenta de que el mes de julio ha pasado entero y en blanco para el blog. Creo que es la primera vez que me sucede, desde que lo abrí, aunque en los últimos tiempos, en concreto durante los dos años de funcionamiento de
La Mirilla en msn.es, lo haya actualizado con bastante menos frecuencia. He descubierto que no es bueno que un hombre mantenga, a pleno rendimiento al menos, más de un blog. Dispersa y en buena medida agota.
Acabado el trayecto de La Mirilla (por cierto, trataré de recuperar su contenido histórico en algún sitio, por si deja de estar accesible en el lugar original), pronto emprenderé otro viaje bloguero del que ya informaré puntualmente. Entre tanto, y valga esta entrada por el silencio de julio, quería contar varias cosas que tienen que ver con lo que me ha mantenido absorbido en ese mes y que a su vez se relacionan, todas ellas, con el desierto. Ese lugar del que
ya hablamos aquí en alguna ocasión, pero sobre el que reincidiremos con gusto cuantas veces sea necesario.
Aunque no es una noticia de julio, fue en este mes cuando la conocí. Hace un par de meses salió de imprenta la vigésima edición del libro cuya cubierta se ve sobre estas líneas. Han pasado 16 años desde la primera, en 1998. Tres lustros largos y en números redondos 100.000 lectores. No está nada mal, para un género que para muchos ni existe ni es digno de ser tenido en cuenta, la narrativa juvenil. Me ha dado muchas alegrías y algunos de quienes lo leyeron se han convertido en valiosos compañeros de viaje.
Me los encuentro a menudo por ahí, convertidos ya en hombres y mujeres. Una de ellas me recordó no hace mucho un par de frases que se le quedaron grabadas: "Cada uno tiene su camino. Nunca vayas por el de otro". Quizá sea la vez que he acertado a decir más con menos.
Este mes de julio ha tenido además una semana especial. Una semana compartida con los habitantes de la FSB (Forward Support Base, o Base Avanzada de Apoyo) de Herat, Afganistán. Rodeado justamente de desierto por todas partes. La foto es justamente de los alrededores. Allí compartí el grueso de las jornadas con los guardias civiles destinados en la unidad de Policía Militar del contingente español (en la base hay además estadounidenses, italianos, eslovenos, ucranianos y lituanos). Aquí posamos todos, junto a sus Linces, vehículos blindados de reconocimiento (las caras difuminadas lo están por motivos de seguridad, relacionadas con las labores en la Península de los interesados).
También tuve la oportunidad de salir de la base, en este caso con otros acompañantes, una experiencia que
he podido contar por extenso en otra parte. Sin embargo, los editores de este texto escogieron para ilustrarlo una fotografía que seguramente era la menos relevante de la que les mandé. Más que el rostro del reportero, me interesaba mostrar el duro y a la vez bello paisaje del desierto afgano, un lugar tan áspero como pocos que yo haya visto, y sin embargo de un extraño atractivo. Ahí van unas muestras:
Me parece simbólica la imagen de esos soldados europeos contra el horizonte afgano, borroso por el polvo alzado por el viento incesante (los
120 días de viento, lo llaman los del lugar). Es como si fueran astronautas en otro planeta, y seguramente tienen bastante en común con ellos. Uno se pregunta qué quedará de su labor (han usado las armas, pero también han amparado a fracciones de la población afgana, y muy en particular a su subconjunto más nutrido, el femenino, que nunca tuvieron quien las protegiese de los abusos) cuando se desmantelen las bases. Y resulta inevitable temer que sea demasiado poco, para el esfuerzo y el derroche, de medios y de vidas, que allí se ha hecho.
A finales de mes, otro viaje al desierto. En este caso al desierto imaginario, o para ser más exactos a un desierto que gracias a la imaginación y a la magia del cine acabó representando otro. Me refiero a Almería, y en concreto a Carboneras, el paraje que en la película de David Lean ofició como la playa jordana de Ákaba, a donde llega T. E. Lawrence después de cruzar el desierto del Nefud. Lo que allí hicimos tiene que ver, claro, con la editorial que fundé junto a Noemí Trujillo y que ostenta como logotipo esa playa imaginaria de Ákaba que está en Carboneras. La I Jornada Carboneras Literaria fue un éxito,
y no lo digo yo, por lo que agradezco a la ciudad y a su gente y a mis buenos amigos almerienses.
Uno de ellos, Adolfo Iglesias, me regaló esta foto:
Es la playa del Algarrobico con el decorado alzado sobre ella para representar fugazmente sobre el terreno, y eternamente en el celuloide, la Ákaba legendaria. El que está en primer plano es un miembro desconocido del equipo de la película. Si alguien lo reconoce, nos hará un favor al que suscribe y a quien tuvo la amabilidad de proporcionármela.
El decorado ya no está allí, pero la playa persiste, casi virgen, salvo por
cierto atentado urbanístico sobradamente conocido al que siempre se le puede volver la espalda para admirar el horizonte. Os recomiendo que no dejéis de verla, si podéis. Tiene algo.
Y ahora toca, al fin, después de dos años sin parar, tener un poco de vacaciones. Nos vemos a la vuelta.
Abrazos.