Lectores con poca afición o querencia por lo alegórico, que es el principal recurso de este relato, me han pedido más de una vez que explique lo que significa y propone. Lo que precede creo que es todo cuanto debo decir al respecto, y no me parece que extenderme más me granjee mayor indulgencia por su parte. Al cabo de veinte años, he aprendido a aceptar que hay lectores que no entrarán en el juego, al que por lo demás he jugado muy pocas veces; de hecho, este libro es excepcional, por la amplitud y la intemporalidad de su asunto y porque también contiene un homenaje, el único que creo haberle hecho en mis novelas, a quien para mí es el mayor escritor del siglo XX, y probablemente uno de los siete mayores de todos los tiempos: Franz Kafka. Con una ingenuidad que acaso puede disculpar lo joven que era yo por entonces, quise hacer una novela kafkiana que terminara, como él no pudo (ni quizá debía) concluir ninguna de las suyas.
Me costó cuatro años darle una forma que me autorizara su publicación. La reescribí dos veces, siempre quitando del magma excesivo de su redacción inicial. Esa primera edición de 1996 la entrego ahora después de otras dos revisiones profundas, la de la edición de 1999 (en la que, justo es que aquí lo recuerde, me fueron de gran utilidad las observaciones de Ricardo Senabre, el gran crítico español recientemente desaparecido) y la que he vuelto a hacer en 2015, más intensa aún que la anterior.
Creo que no hay una página que no haya retocado, no para cambiar la esencia del libro, que sigue siendo la misma de la versión inicial, sino para pulir un texto que se me resistió como nunca lo hizo el de ninguna otra historia que haya escrito. Quizá nunca quise decir tantas cosas a la vez, o quizá ocurra que quise decirlas demasiado prematuramente. El hecho es que siempre que lo releo encuentro algo que limar, en busca de una naturalidad que tal vez nunca pueda terminar de tener. Quisiera creer que ésta es la versión definitiva, pero, quién sabe, es posible que lo relea dentro de otros veinte años y vuelva a corregirlo.
Sólo hay una razón para ese empeño, y para reeditar este libro en el presente aniversario: hay lectores, no son mayoría, pero no son pocos, que dicen que es lo más importante que he escrito (entre ellos, tampoco puedo olvidarlo, estaba Rafael Azcona, que hizo el tratamiento para una película que acaso jamás se ruede; si se me otorgara un deseo, no querría morir sin verla). No soy quién para dirimir si aciertan o yerran, y es probable que se trate de una impresión marcada, como todo juicio literario, por su propia subjetividad. Con todo, creo que es mi deber de gratitud hacia ellos tratar de darle a este libro la mejor forma que esté a mi alcance. Hasta aquí he llegado, por ahora.
Abrazos.