La reproducción técnica de la obra de arte, viene a decir Benjamin, la sustrae a su función ritual y minoritaria, para ponerla a disposición de la masa o el público. Con ello, nos dice, “se trastorna la función íntegra del arte”. El público pasa a ser el decisor que impone su veredicto. Y como advierte Benjamin: “El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa”. Lo que, bajo ropajes de benéfica democratización, puede tener efectos adversos. En 1936 están en su apogeo los fascismos y totalitarismos, que, para mejor catalizar la voluntad de las masas, fijan también códigos de expresión cultural y artística.
En el cine, la música y ahora la literatura, tres campos del arte que además lo son de comunicación de masas, la digitalización, como estadio definitivo, instantáneo y universal de su reproducción técnica, ha producido una revolución irreversible, con dos consecuencias inmediatas: 1. La necesidad de cambiar el modelo de industria cultural vigente hasta la fecha, basado en otra realidad económica y física; y 2. La urgencia, puesto que los humanos, como animales sociales defectuosos, precisamos de reglas para no abusar los unos de los otros, de revisar la legislación destinada a procurar un devenir justo, legítimo y socialmente provechoso del nuevo espacio comunitario y económico que surge en torno al objeto cultural en soporte digital.
Lo primero, la adaptación industrial, aún está en mantillas. La industria debe esforzarse más en crear un escenario de oferta que permita la casación con una demanda verosímil. La fijación de precios disuasorios y otras barreras, para defender la versión analógica del producto, es un error que sólo conduce al surgimiento y desarrollo de un mercado irregular, en beneficio de agentes de tipo parasitario. La pertinente defensa del soporte analógico (cuando tiene, por ejemplo, un valor cultural y social como los que representa el libro), no está en el frente digital, donde con esa estrategia se pierden ambas batallas. Es una empresa autónoma, que merecería reflexión aparte.
En cuanto a lo segundo, la adaptación de las reglas del juego, al menos en nuestro país no es una prioridad de los responsables públicos, que se limitan a poner parches de emergencia, jurídicamente vulnerables por su misma improvisación. El mundo digital exige leyes de nueva planta y aptas para ventilar los pleitos en tiempo y forma (y no al cabo de diez años, porque eso, aquí, equivale a invitar a la vida selvática). Hay muchos derechos y euros en juego para que todo quede fiado a la astucia de unos, la audacia de otros y la inercia ventajista del resto.
Quien crea una obra de arte que el público demanda y disfruta es titular de un derecho legítimo y además socialmente provechoso. Imponerle su expolio, como se hace desde ciertos sectores que intentan catalizar a las masas en beneficio propio (ya sea para alimentar otros negocios o para aumentar su relevancia social), es una tropelía que no podemos alentar ni jalear por más tiempo, igual que hace ya años dejamos de tolerar que por nuestras carreteras se corriera de forma suicida.
Hay que establecer una nueva regulación de la propiedad intelectual, en un contexto distinto, cuidando a la vez de su función social (que el entorno digital permite maximizar, para el acceso a la cultura de quien no tiene medios) y amparando una explotación económica justa, donde los esfuerzos de creadores, productores y editores sean retribuidos por quienes tienen capacidad económica para hacerlo, con arreglo a los costes y al legítimo beneficio que debe obtener, en una economía de mercado, quien ofrece algo valioso. Para ello, deben mejorarse los mecanismos de identificación legal y neutralización judicial de los agentes oportunistas que propician la apropiación arbitraria y masiva, y que son los realmente nocivos para el sistema.
Ordenando así el tráfico cultural, con reglas coherentes con su nueva realidad, y una administración de justicia adecuada a ella, podemos generar espacios de autorregulación y de cumplimiento voluntario, y evitar el recurso sistemático al Código Penal, estrategia fallida por definición. Y más cuando el tipo penal es tan anticuado como el hoy vigente en España, eludible por el simple subterfugio de realizar el expolio lucrativo de la propiedad intelectual ajena en un sitio web y enlazarlo desde otro. Cambiar el tipo penal, yendo a la sustancia del acto de apoderamiento y de su rentabilización ilegítima, pero habiendo optimizado antes la ley civil y su control administrativo y judicial, proporcionaría un instrumento útil que apenas habría que usar, como sucede con el tipo penal que castiga el atraco a mano armada.
No puede ser por más tiempo que en este país se lucren con la creación quienes no la nutren, burlando los derechos de unos trabajadores dignos de protección y lesionando el erario público, que deja de recaudar los tributos que esa riqueza debe devengar. Tampoco puede ser que quienes estamos en esto no nos acompasemos a la nueva era. El reto es para todos. El desastre, si no lo encaramos, también. Hace 70 años, España, en su tradición culturicida, le cerró las puertas a un intelectual acorralado: Walter Benjamin, que murió solo y aterrado en Portbou. No vayamos a recaer, justamente ahora, en el “que inventen ellos”.
(Artículo publicado en el suplemento Culturas de La Vanguardia, el 22 de junio de 2011).
(Créditos de imagen: La imagen que abre este post es de Munkywa, compartible según su página, a la que he enlazado. Si alguien conoce que tenga alguna restricción de derechos, por favor que me lo haga saber para retirarla).
Abrazos.