Lo leo en uno de los mejores libros que ha caído en mis manos en los últimos años, Limónov, de Emmanuel Carrère. Una peculiar biografía novelada del poeta, activista, agitador y en algunos momentos (como reza inteligentemente la contraportada de la edición española, publicada por Anagrama) majadero abominable llamado Eduard Savienko, más conocido, dentro y fuera de esa Rusia cuyo pasaporte ostenta, aunque nació en lo que hoy es Ucrania, por el seudónimo que da título al libro, y que juega con las palabras limon (limón, en ruso) y limonka (que significa granada, de las de explosivo). Un tipo que pretende, su seudónimo lo delata, ser ácido y demoledor, y que de vez en cuando lo consigue, aunque son más sus tropiezos y fracasos. El libro, aun no rayando en todo momento a la misma altura, se lee con interés constante y tiene un desenlace verdaderamente apoteósico.
El texto que traigo aquí recoge lo que Limónov, es decir, Eduard Savienko, vislumbra como una especie de estado ideal. Y así lo transcribe Carrère:
Eduard prosigue diciendo que donde mejor se siente en el mundo es en Asia central. En ciudades como Samarcanda o Barnaúl. Ciudades achicharradas por el sol, polvorientas, lentas, violentas. Allá, a la sombra de las mezquitas, bajo los altos muros almenados, hay mendigos. Racimos enteros de mendigos. Son viejos macilentos, curtidos, desdentados, a menudo sin ojos.
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